Siempre obtenemos lo que creamos, y constantemente estamos creando.
Un auténtico Maestro no es aquel que tiene más discípulos, sino aquel que crea más Maestros. Un auténtico líder, no es aquel que cuenta con más seguidores, sino aquel que crea más líderes. Un auténtico profesor no es aquel que posee más conocimiento, sino aquel que logra que la mayoría de sus semejantes alcancen el conocimiento. Un auténtico Dios no es aquel que cuenta con el mayor número de siervos, sino aquel que sirve al mayor número de ellos, haciéndoles así Dioses. Así el propósito y la gloria de Dios, es que sus súbditos dejen de serlo, y que todos conozcan a Dios no como lo inalcanzable, sino como lo inevitable.
Tenemos que entender esto: nuestro destino feliz es inevitable. No podemos dejar de “salvarnos”. No hay más infierno que ignorar esto.
Así pues, con nuestros padres, esposas y personas queridas, debemos tratar de no hacer de nuestro amor un pegamento que liga, sino más bien un imán que primero atrae, pero que luego se gira y repele, para que aquellos a quienes atrae no empiecen a creer que necesitan estar pegados a nosotros para sobrevivir. Nada puede estar más lejos de la verdad. Nada puede resultar más perjudicial para los demás. Dejemos que nuestro amor lance a nuestros seres queridos al mundo, y a experimentar plenamente quiénes son. Si hacemos esto, habremos amado verdaderamente.
Este modo de ser cabeza de familia constituye un gran reto. Hay muchas distracciones, muchas preocupaciones mundanas. Ninguna de ellas preocupa a un asceta. Le llevan su pan y su agua, le dan la humilde estera en la que acostarse, y puede dedicar todas sus horas al rezo, a la meditación y la contemplación de lo divino.
¡Qué fácil resulta contemplar lo divino en estas circunstancias! ¡Qué tarea tan sencilla! ¡Ah, pero dale una esposa e hijos! ¡Contempla lo divino en un bebé al que hay que cambiar a las tres de la madrugada! ¡Contempla lo divino en una factura que hay que pagar a primeros de mes! ¡Reconoce la mano de Dios en la enfermedad que contrae tu esposa, en el trabajo que acabas de perder, en la fiebre de tu hijo, en el dolor de tus padres! ¡Ahora es cuando hablamos de santidad!
Por eso es entendible nuestra fatiga. Muchos están cansados de luchar. Pero si que hay una cosa segura; cuando se sigue a Dios, la lucha desaparece. Tenemos que vivir en nuestro espacio divino, y todos y cada uno de los acontecimientos serán bendiciones.
No abandonemos a Dios cuando más lo necesitamos. Esta es la hora de nuestra mayor prueba. Este es el momento de nuestra mayor oportunidad. Se trata de la oportunidad de demostrarnos a nosotros mismos lo que aquí se escribe.
Cuando Dios nos dice: “no me abandones”, parece ese Dios necesitado y neurótico del que nos han hablado. Pero no lo es. Podemos “abandonarlo” si queremos. No le importa, y no cambiará nada entre Él y nosotros. Simplemente es como una respuesta a nuestras preguntas. Cuando las cosas se ponen mal es cuando más a menudo olvidamos quienes somos y las herramientas que nos han sido dadas para que creemos la vida tal como decidamos.
Este es, más que nunca, el momento de ir a nuestro espacio divino. En primer lugar, nos proporcionará una gran paz de espíritu; de un espíritu sosegado surgen grandes ideas, y dichas ideas pueden constituir las soluciones a los mayores problemas que imaginemos que vamos a tener.
En segundo lugar, nuestro espacio divino es el lugar donde nos auto-realizamos, y ese es el propósito -el único propósito- de nuestra alma.
Cuando nos hallamos en nuestro espacio divino, sabemos y comprendemos que todo lo que estamos experimentando en ese momento es transitorio. Es seguro que el cielo y la tierra pasarán, pero nosotros no pasaremos. Esta perspectiva eterna nos ayuda a ver las cosas en su verdadera dimensión.
Podemos definir las condiciones y circunstancias presentes como lo que realmente son: transitorias y temporales. De este modo podemos utilizarlas como herramientas -puesto que de eso se trata: de herramientas transitorias y temporales- en la creación de la experiencia presente.
¿Quiénes pensamos realmente que somos?
En relación a la experiencia por ejemplo que llamamos “perder el trabajo”, ¿quiénes pensamos que somos? Y, lo que quizás viene más al caso, ¿quién pensamos que es Dios? ¿Imaginamos acaso que se trata de un problema demasiado grande como para que Dios pueda resolverlo? ¿Requiere salir de este aprieto de un milagro demasiado grande como para que Dios pueda realizarlo? En entendible que podamos pensar que es demasiado grande como para que nosotros mismos podamos realizarlo, incluso con todas las herramientas que se nos han dado; ¿pero realmente pensamos que lo es para Dios?
Intelectualmente sabemos que no es una tarea demasiado grande para Dios. Pero emocionalmente sentimos como que no podemos estar seguros; no tanto de que pueda como de que quiera hacerlo. Entonces, es una cuestión de fe.
Y es que no ponemos en cuestión la capacidad de Dios de hacerlo; simplemente dudamos de su deseo de hacerlo.
Es como que todavía nos identificamos con esa teología que afirma que en alguna parte puede haber una lección para nosotros. Pero no estamos seguros de que deba tener una solución. Tal vez debemos tener el problema. Quizás se trate de una de esas “pruebas” de las que nuestras teologías nos siguen hablando. Así, lo que nos preocupa es que este problema pueda no tener solución; que Dios nos vaya a dejar colgados...
Quizás este sea un buen momento para revisar una vez más cómo interactuamos Dios y nosotros, ya que no creemos que se trata de su deseo, y la cuestión es que se trata del nuestro.
La formula es: Dios quiere para nosotros lo que nosotros queramos para nosotros. Nada más y nada menos.
Dios no llega y juzga, petición tras petición, acerca de si debe conceder algo o no.
La ley es la ley de causa y efecto; no la ley del “ya veremos”. No hay nada que no podamos tener si decidimos tenerlo. Nos lo habrá dado incluso antes de que se lo pidamos. ¿Lo creemos?
No, no lo creemos porque hemos visto demasiadas oraciones sin respuesta.
Y la cuestión no es sentirlo. Quedémonos siempre con la verdad; la verdad de nuestra experiencia. Que se entiende y se respeta.
He aquí una interesante combinación de palabras. Al parecer, tenemos dos opciones. En nuestra vida podemos ser o bien un maldito afortunado, o bien un bendito afortunado. Se los aseguro, Dios preferiría que seamos un bendito afortunado; pero, por supuesto, nunca interferirá en nuestras decisiones.
Siempre obtenemos lo que creamos, y constantemente estamos creando.
Con cariño,
Omar